SEIS
VORGUM OBSERVABA EL AMPLIO cañón que se perfilaba más allá de los acantilados. Al fondo se podían apreciar unas manchas oscuras que se asemejaba a un ejército de hormigas. A vista de pájaro, calculó que se trataba de al menos cien hombres que revoloteaban alrededor de media docena de carromatos que avanzaban con pasmosa lentitud a través de aquel erial pedregoso. Con un poco de suerte les podrían dar alcance en cuestión de mediodía. Sin embargo, al volver la vista hacia la treintena de mercenarios que le acompañaban, aguantó la respiración. En aquellos rostros macilentos no advertía más que incertidumbre y furia contenida. Sospechaba que algunos le culpaban por aquella situación. Hasta hacía un par de días eran los amos de aquel paraje y vivían del pillaje y la esclavitud. Después de la visita de la Horda Roja, no eran más que una caterva de desesperados perdidos en medio de un misterioso territorio plagado de escabrosas leyendas. Para empeorar las cosas, intentaban darles alcance a pesar de comprender el oscuro destino que le esperaba si caían en sus garras. El deménida era consciente de que caminaba en la cuerda floja, pero algo en su interior le impedía dar la espalda a la pequeña que le habían arrebatado. Con tan sólo pensar lo que podría llegar a sucederle en manos de aquel animal, era suficiente para sofocar cualquier vacilación. Una vez le había fallado a una niña no muy diferente a Mikka, y las consecuencias de aquel error le habían arrastrado hasta el pozo en el cual se convirtió su existencia. Tras aquel sujeto duro y cruel hubo alguna vez un hombre de honor, un oficial de caballería imperial con un promisorio futuro por delante. Todo eso terminó aquel funesto día que nunca podría borrar de su atormentado cerebro. Respiró hondo y dio la orden de continuar a pesar del tenso silencio de la tropa. Lo que el curtido mercenario no podía intuir era que los problemas estaban a la vuelta de la esquina. Media clepsidra después, un alboroto estalló en medio de la mesnada. Giró la montura con dificultad cerca del borde del desfiladero, y se abrió paso hasta el lugar donde acontecía la trifulca. Dejó escapar una maldición al descubrir a Derjam, el sujeto que había reemplazado al fiel Nayid, enfrascado en una lucha a muerte con un individuo colosal que le acosaba con un par de alfanjes. No tenía idea de qué pudo haber ocasionado aquella lid, pero debía detenerla a como diera lugar, si no quería tener un motín entre manos. En ese instante, un grito agudo brotó de los labios de Derjam al ser alcanzado por el filo del alfanje. Se derrumbó sobre el firme, sosteniendo con angustia el muslo herido. Una mueca enloquecida se materializó en el semblante de su rival. La sombra de la muerte envolvió al miserable que yacía indefenso a sus pies. Entonces, un latido antes de dar el golpe final, un haz de plata se interpuso entre la hoja y su víctima. Derjam dejó escapar un clamor agudo mientras un silencio sepulcral se apropió de los demás. Vorgum había bloqueado el golpe con maestría y sus ojos endurecidos taladraban al atónito gigante. Aquel dudó por medio latido antes de apretar sus toscas facciones y recular para volver a atacar. El deménida era curtido en aquellas lídes e intuyó el movimiento de aquel colosal contrincante. Sus reflejos, aguzados tras lustros de continuos combates, le impulsaron a quebrar el torso hacia la derecha. Mientras realizaba aquel desplazamiento captó el escalofriante silbido del acero rozándole las costillas. Elevó la diestra y bloqueó con un clangor metálico el segundo hierro que poseía el gigante. Un grito ahogado surgió de las gargantas del resto de la mesnada. Estupefactos ante lo que estaba sucediendo, no se atrevían a decantarse por ninguno de los bandos en aquella inesperada lucha de poder. Arrojándose hacia adelante, Vorgum se apropió de la cimitarra que Derjam había perdido en su anterior combate. Un segundo golpe del inmenso norteño levantó chispas del suelo, acompañadas de un gruñido de frustración. A pesar de su hercúlea constitución, no era más que un elefante luchando contra una serpiente. Sus pesados movimientos, que hubiesen partido en dos a un hombre cualquiera, no eran más que burdos sablazos frente a la despiadada velocidad del deménida. En ese instante todos comprendieron por qué aquel endemoniado guerrero se había convertido en su líder. Parecía jugar con el norteño, golpeando arriba y abajo para luego aparecer en su retaguardia con pasmosa velocidad. La decisión se esfumó en los rasgos rocosos del gigante, y en su lugar se materializó una mueca sombría. Vorgum, por su parte, había decidido alargar aquel combate para demostrarle a la tropa quién tenía las riendas de la situación. Su adversario había renunciado a la ofensiva, y se limitaba a tratar de bloquear las estocadas y los golpes del deménida sin mucho éxito, ya que sangraba al menos en tres profundo cortes alrededor del cuerpo. Al advertir la confusión y el miedo en la expresión del rival, Vorgum consideró que ya era suficiente. Se lanzó a fondo y hundió el filo de la cimitarra entre las costillas del coloso. Aquél alcanzó a enviar un golpe que rozó el hombro del deménida antes de doblarse en medio de un quejido sordo. Respirando como un fuelle, el norteño insistió en continuar la lucha. Comprendía que no existía vuelta atrás después de haber retado al caudillo. Vorgum se plantó con frialdad y estudió con detenimiento aquel semblante enrojecido, bañado en sudor y sangre. La herida en el hombro le latía con saña y la linfa tibia ya le alcanzaba el antebrazo. En ese instante vaciló. Conocía aquel hombre desde hacía al menos medio lustro. En una ocasión le había salvado la vida en una desesperada escaramuza contra las tropas imperiales. No obstante, aquello no significaba nada después de haberse atrevido a cruzar aceros contra él. Hubiese podido perdonarle la vida, después de todo era el paladín de aquella caterva de mal vivientes, pero esto hubiese significado mostrar debilidad frente a aquella manada de lobos. Sonrió sin alegría al constatar el temor en las miradas de los presentes. Respiró el aire cargado del mediodía y se pasó la mano por los ojos escocidos por la transpiración. Luego encaró al colosal norteño y por un momento le pareció que se trataba de una efigie de piedra. No tuvo que esperar mucho. Su gigantesco contrincante arremetió con torpe determinación en medio de un clamor furioso que cesó de repente cuando su espada le separó la cabeza del cuerpo. Luego todo fue silencio y el hedor dulzón de la sangre derramada. Ahora nadie pondría en duda el liderazgo del deménida.
Todo había cambiado desde el incidente con el anciano. El mismo Amuzath intuía que parte de su férrea resolución había flaqueado enfrente de aquel carcamal enjuto. Pero a pesar de las dudas estaba decidido a encontrar la legendaria piedra de Urxos, la fuente de aquel poder. Sonrió para sí, frotándose los dedos huesudos. Ahora comprendía la verdadera dimensión de aquel milenario poder. En sus manos lo haría invencible, le convertiría en un dios viviente. No volvería a menospreciar a aquel condenado anciano. Le mantendría con vida el tiempo suficiente para conocer el paradero de la gema. Después se desharía de él sin miramientos. Ya había visto lo peligroso que podía ser para sus planes. En ese momento escuchó la algarabía que surgía entre los hombres y asomó la cabeza a través de la lona del carromato. Suspiró con alivio al constatar el resplandor de los minaretes en la distancia. A pesar del tiempo, aquellas cúpulas de jade y bronce continuaban en pie, desafiantes tras siglos de olvido. Las cruentas leyendas acerca del antiguo pueblo xenita mantenían alejados a los ladrones de aquellas sorprendentes ruinas. El mismo Amuzath sintió un escozor en la base de la nuca al vislumbrar aquel erial que alguna vez fue el centro del mundo y el terror de los dioses. A pesar del deseo irrefrenable de poner pie en el interior de la ciudad, el caudillo de la Horda Roja decidió acampar aquella noche afuera de las silenciosas murallas. Como todos los descendientes del antiguo pueblo, sentía un temor reverencial por sus poderosos antepasados y no quería despertar su ira al no realizar los ritos apropiados. Sin embargo Amuzath y los suyos no contaban con la persistencia de sus enemigos. En su empecinada visión del mundo, imaginaban que aquellos experimentaban el mismo temor ancestral por los arcaicos habitantes de aquellas tierras. Por ese motivo ni siquiera se molestaron en montar una guardia sólida alrededor del improvisado vivaque. Mientras se sumergían en milenarias ceremonias de purificación, no sospechaban que Vorgum y sus hombres se aprestaban a caer sobre ellos aprovechando la penumbra.
—Estaremos en franca desventaja —musitó Derjam en medio de la oscuridad. Sus ojillos nerviosos reflejaban un brillo diamantino bajo el espejismo lunar—. Hay al menos cuatro de ellos por cada uno de los nuestros. Después de un largo silencio su líder respondió. —Será un golpe rápido y letal —aseguró el deménida con gravedad—. Yo me encargaré de ese traidor enjuto y vosotros liberareis a los prisioneros y prenderéis fuego al campamento. Derjam asintió sin ocultar la preocupación que le aceleraba el corazón. De manera inconsciente se pasó la mano por el trozo de lino que le cubría el corte en la pierna. Vorgum se volvió y le ofreció una sonrisa lobuna mientras le palmeaba el hombro. —No os preocupéis —dijo—, apenas descubran lo que ha sucedido, estaremos a media legua de aquí junto con sus monturas. Lo que Derjam no sospechaba era que la prioridad de su jefe era encontrar a la pequeña. Si sus hombres tenían que morir para ganar tiempo era algo irrelevante. La obsesión por Mikka se ocultaba bajo aquella máscara de fría temeridad. —Iré a organizar a los hombres —apostilló su lugarteniente con decisión. Vorgum le vio reptar entre las rocas mientras trataba de sofocar la ansiedad que le mordía las entrañas. El deménida se deslizó a través del cascajar con el sigilo de una pantera. Escudriñó los alrededores y después continuó con tiento para no perder pie en aquel traicionero pedrusco. Media docena de mercenarios le seguían los pasos, absortos en sus propios temores. El guerrero aguantó la respiración al divisar movimiento cercano. Una silueta se perfilaba entre las rocas a unos diez pasos de distancia. Con un gesto uno de sus acompañantes avanzó, portando una honda. Se trataba de un sujeto pequeño y robusto que le ofreció una sonrisa extraña al comprender lo que debía hacer. Vorgum le miró mientras hacia danzar aquel trozo de cuero por encima de la cabeza produciendo un silbido letal. Cuando consideró que había tomado el impulso suficiente, estiró el brazo y arrojó el proyectil. Desde aquella distancia lo único que pudieron ver fue cómo su blanco se derrumbaba sin producir sonido. Libraron los pasos que les separaba del aquel desdichado y luego ocultaron el cuerpo desmadejado detrás de un roquedal adyacente. Vorgum saboreó la bilis que se agolpaba en su garganta. Comprendía que tan sólo tendría una oportunidad. Miró hacia la muralla de oscuridad que perfilaba la ciudad y sintió un escalofrío. Podía advertir el aire malévolo que parecía emanar de aquel sitio como miasma pútrida. Entonces descubrió que sentía miedo, una sensación que creyó extinguida hacia mucho tiempo. Aquello le sobresalto, pero no tuvo tiempo de pensar en ello. El cielo por encima de sus cabezas se iluminó con decenas de saetas encendidas. El fuego no tardó en aparecer, acompañado por el vocerío angustioso de los xenitas. El deménida contemplaba todo aquello con una mezcla de ansiedad y satisfacción. Los fanáticos de la Horda Roja se desdibujaban bajo el furioso latido de las flamas que comenzaban a consumir dos de los carromatos. Su corazón dio un vuelco al escuchar los gritos de los jinetes comandados por Derjam. Aquel era el momento que estaba esperando. Los esclavistas se filtraron en medio del campamento, arrojando antorchas sobre las tiendas y espantando los caballos enemigos. Algunos xenitas que salieron a su encuentro cayeron ensartados o aplastados bajo los cascos de las cabalgaduras. Auxiliado por aquel caos, Vorgum corrió hacia el centro del vivaque, seguido de sus fieles. Exasperado, buscaba alguna señal de Amuzath o de Mikka, mientras decenas de figuras aterradas se atravesaban en su camino sin saber qué hacer. El piafar de las monturas y el clamor de los guerreros inundaron la silenciosa planicie. Un sujeto envuelto en un trapo escarlata se arrojó sobre él. El deménida fintó con premura y evitó la lanza destinada a destriparle. Con un grito de rabia giró con agilidad y cercenó la mano del atacante. El esbirro del Amuzath aulló de dolor, pero antes de caer a tierra uno de los hombres de Vorgum le había hundido el cráneo con una maza. Con la locura del combate latiendo en el pecho, el esclavista divisó al fin a su odiado enemigo. El enjuto caudillo xenita trataba de organizar la defensa, rodeado de un nutrido grupo de lanceros. Sus ojos de reptil ardieron como ascuas infernales al divisar al causante de aquel caos. La cabellera rubia de Vorgum resplandecía con furia bajo el fulgor de los incendios. Amuzath encajó la mandíbula y sintió un punzón en las entrañas al ver cómo aquel impresionante guerrero destazaba a sus hombres con demoníaca determinación. Por unos instantes cruzaron sus miradas y el xenita se estremeció al ver su propia muerte reflejada en aquellas pupilas enloquecidas. No obstante aún contaba con una carta a su favor. Desentendiéndose de aquella masacre volvió sus pasos hacia el único carromato indemne. Mientras aquello ocurría, los miembros de la Horda Roja comenzaban a retomar el control de la situación. Lo que imaginaban era el asalto de cientos de jinetes resultó ser el osado acto de un puñado de desesperados. Pronto los hombres de Derjam perdieron su espíritu combativo, y los que aún seguían con vida, enfilaron hacia la seguridad de las sombras que ofrecía la llanura. Después de todo eran mercenarios y nada podrían lograr quedándose a morir allí. Los que aún permanecían con Vorgum se batían en contra de aquella pared de lanzas afiladas que despedían destellos dorados a la luz de los incendios. Uno a uno fueron cayendo hasta que no quedaban en pie más que el deménida y su fiel lugarteniente. Uno de los xenitas arremetió con un hacha, pero el ágil esclavista le evadió con soltura antes de rajarle la garganta. El miserable se deshizo a sus pies, produciendo un gorgojeo espeluznante mientras la vida le abandonaba en medio de un charco oscuro. Los demás titubearon al ver cómo aquel sujeto ensangrentado había ultimado a su campeón. Intercambiaron miradas de estupefacción sin atreverse a avanzar, al tiempo que sus enemigos les contemplaban como bestias acorraladas. En ese momento, un murmullo surgió entre aquella multitud de túnicas rojas y la figura enjuta de Amuzath hizo su aparición acompañado de un pequeña niña. Vorgum sintió que el mundo se le venía encima. Con el corazón apretado advirtió la daga que resplandecía en los dedos nudosos de aquel bastardo. —Bajad las armas —ordenó con una mueca demencial, mientras esbozaba una sonrisa rastrera. El deménida apenas podía mantenerse en pie y respiraba con dificultad. —¡Venid y enfrentadme, gusano miserable! —ladró con angustia, en un intento vano por apartar a la chiquilla de todo aquello. Mikka rompió en llanto al ver a su protector cubierto de sangre de pies a cabeza mientras blandía aquella pavorosa cimitarra, rodeado de enemigos dispuestos a aniquilarle. Aquello fue suficiente para Vorgum. El cruento recuerdo que anidaba en el fondo de su ser cobró vida de manera brutal, desgarrándole el corazón. De nuevo se encontraba allí, entre aquellas cuatro paredes mientras el aroma de la mirra inundaba sus sentidos. Entonces lo revivió todo con espeluznante claridad. El dolor acumulado explotó en su fuero interno e infectó todo su cuerpo con la hiel del sufrimiento. Vio de nuevo el cuerpo desmadejado de su esposa, violada hasta morir. Y a pocos pasos de allí, el de la pequeña Sonia. Sus ojos azules miraban sin ver tras el espantoso tajo que le había degollado. Los xenitas recularon al escuchar el terrible lamento de aquel hombre ensangrentado. El mismo Derjam dio un respingo y le miró como su hubiese enloquecido. Amuzath sonrió con crueldad mientras rozaba la garganta de Mikka con aquella daga enjoyada. —Bajad las armas —ordenó sin reparo alguno—, o veréis morir a la pequeña. —¡Dejadla, perro desgraciado! —rogó el deménida cayendo de rodillas, ante el estupor de los presentes. Ninguno daba crédito a lo que veía. El furioso guerrero que había hecho una carnicería de sus compañeros se derrumbaba gimiendo como un cobarde. —Haré lo que digáis, pero no le hagáis daño —clamó Vorgum fuera de sí. Amuzath sonreía mientras sus hombres apresaban al esclavista y a su compañero. Aún no entendía lo que acababa de suceder, pero sospechaba que la niña era una pieza clave de todo aquello. —Encadenadlos —exclamó con satisfacción—. Serán la ofrenda perfecta para nuestros antepasados.
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La luz del amanecer comenzaba a darle forma a los muros que les rodeaban. Las frías paredes se convirtieron en fascinantes y macabros bajorrelieves que contaban la historia de un pueblo extinguido siglos atrás. Argoth se estremeció al captar la curiosa caligrafía que llenaba la pared lateral. Se trataba de líneas fluidas y curvas que debieron haber sido talladas por un verdadero maestro. Las imágenes que pululaban en los muros restantes representaban extrañas ceremonias en los cuales se entremezclaban seres humanos con criaturas amorfas y bestiales. Una de aquellas deidades monstruosas era representada con claridad encima del dintel del umbral. Las columnas que lo sostenían se asemejaban a los miembros nervudos y escamosos de aquel demonio de rasgos reptilianos. Inquieto, se preguntó qué clase de ritos impuros se habrían llevado a cabo en aquel silencioso salón. A simple vista calculó que podría albergar al menos dos mil almas. El guerrero volvió la vista hacia el rincón y estudió al muchacho acurrucado bajo la capa. Efrem se había convertido en verdadero misterio para él. Su instinto primitivo recelaba del rapaz, sobre todo después de lo acontecido con los chacales. Sin embargo le agradeció a los dioses por haberle tenido a su lado en aquel brete. Las bestias les superaban ampliamente y hubiese sido cuestión de tiempo antes de haber sucumbido a su furia elemental. Sin aquella intervención sobrenatural no serían más que jirones y huesos pudriéndose bajo el sol del desierto. Otra cosa que le intrigaba era la manera en la cual le había conducido hacia aquella misteriosa urbe. Habían caminado en la oscuridad a través de tortuosos senderos, sorteando cualquier dificultad y alcanzando su objetivo antes de que despuntara el alba. Todo aquello sobrepasaba cualquier lógica, sobre todo después de saber que le seguían el rastro a hombres a caballo que les llevaban al menos día y medio de ventaja. El instinto del hachero le advertía que una fuerza invisible le había arrastrado hacia aquel solitario enclave. No tenía idea de lo que le esperaba, pero confiaba que, llegado el momento, el acero que portaba le mostraría el camino a seguir. De manera inconsciente apretó el mango de la segur, como si fuese su única tabla de salvación en medio de aquella confusa situación. Cerró los ojos y permitió que la luz matutina le entibiara los ateridos músculos. Su corazón dio un vuelco al despertar. Por unos instantes se sintió perdido en medio de aquellas inquietantes imágenes, mientras que el aire decrepito y decadente que flotaba en aquel lugar le invadía las fosas nasales. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal e imaginó que se trataba del roce gélido de los espíritus que deambulaban por aquella ciudad muerta, molestos ante su intrusión. —Aquí estaremos seguros. —La voz de Efrem hizo eco en las paredes—.Nos encontramos en el salón de los Misterios —afirmó, como si alguna vez hubiese hollado aquellos amenazantes corredores. Argoth arqueó una ceja y contempló al muchacho con recelo. —¿El salón de los Misterios, eh? —gruñó—. ¿Cómo es posible que sepas eso, jovenzuelo? Efrem se pasó la lengua por los labios y le miró sorprendido —Mi maestro me lo ha dicho en sueños. El hachero expiró con fuerza. Ya nada de aquello le podía sorprender. —¿Acaso vuestro mentor os ha iluminado respecto a nuestra labor en este mausoleo? El gesto del chico se ensombreció, y Argoth creyó advertir cierta vacilación en su expresión. —Me temo que no —respondió, agachando la cabeza. Argoth se mesó la barbilla y recorrió los muros con la mirada. —No importa —dijo después de un largo silencio—. Sospecho que muy pronto hallaremos a vuestro maestro. Una chispa de esperanza devolvió el brillo a los ojos del rapaz. Ahora no quedaba más que esperar. Por lo pronto, el hachero decidió explorar los alrededores y alejarse de aquel desagradable lugar. El muchacho se irguió para acompañarle, pero el guerrero le detuvo con un gesto. No sabía qué le esperaba en aquellas ruinas y no pensaba arriesgar a su joven acompañante —Esperadme aquí—apuntó en un tono que no admitía reparo—. Después de reconocer el terreno regresaré por vos. A Efrem no pareció agradarle aquella decisión, pero no podía hacer otra cosa. Además, algo de razón tenía aquel sujeto. En caso de toparse con algún peligro no sería más que una carga. Mientras el cuerpo nervudo de Argoth desaparecía bajo aquel escalofriante dintel, el muchacho sintió un retortijón gélido en la boca del estómago. El miedo había regresado con más fuerza de la que podía imaginar.
El hachero no podía dar crédito a sus ojos. Mientras sus botas removían el polvo y la arena asentados por milenios, se sentía insignificante ante la majestuosidad de aquel inmenso edificio. Ante él se abrían decenas de corredores repletos de estancias circulares semejantes a la que había dejado atrás. Por un momento se preguntó si seria capaz de encontrar a Efrem en medio de aquel laberinto indescifrable. Después de un buen rato se topó con una amplia embocadura que consiguió deslumbrarlo. Esperó unos momentos en la penumbra hasta que sus ojos lograron acostumbrarse a la luz que resplandecía en el exterior. Con cautela abandonó la titánica estructura y se encontró en medio de una amplia avenida adoquinada, salpicada de efigies de mármol negro. Se detuvo unos instantes, impresionado ante la perfección de aquellas moles. Se trataba de hombres envueltos en túnicas y togas con expresiones grandilocuentes en sus semblantes graves y afilados. Al advertir las diademas doradas que rielaban en sus pétreas cabezas, Argoth imaginó que se trataba de los antiguos emperadores xenitas. A pesar del paso de los eones aún conservaban un inquietante aire de grandeza. Luego la mirada del hachero se centró en las curiosas edificaciones piramidales que completaban aquel extraño espectáculo. Al volver la vista descubrió que eran similares al gigantesco edificio que acababa de dejar atrás. Se estremeció al constatar que los xenitas en realidad habían sido una nación colosal. Ahora las leyendas que se contaban acerca de ellos no le parecían tan descabelladas. Receloso, prosiguió su camino sin dejar de estudiar con detenimiento los alrededores. Mientras se movía a través de la metrópoli percibió que algo tenebroso y siniestro yacía en la esencia de aquellos magníficos edificios. Un poder dormido que consiguió revolverle las entrañas. La idea de que aquel mal había causado la ruina de aquella fastuosa civilización cobraba fuerza en su cabeza. Se hallaba sumido en aquellas reflexiones cuando sus ojos advirtieron un resplandor confuso en la distancia. Los instintos guerreros despertaron en su interior. Respiró hondo y escrutó con detenimiento aquel súbito movimiento que parecía acercarse cada vez más. Lo que parecían destellos difusos, no tardó en tomar la forma de un grupo de hombres envueltos en túnicas encarnadas, como si se tratara de espectros venidos de un mundo de sangre. El brillo de los bocados de plata de las monturas y el acero de las picas develaban su presencia en medio de aquellas calles muertas. Tras los jinetes avanzaban al menos cincuentas miserables, ataviados con harapos y encadenados en fila india. Más allá, se adivinaba un carromato que traqueteaba perezosamente a través del adoquinado. Argoth apretó la mandíbula al captar el fulgor dorado que sobresalía en medio de aquella maraña. Se trataba de un sujeto enjuto que portaba una coraza escamada, sin duda el caudillo de aquella horda fanática. Entonces la atención del hachero se fijó en el hombre que era arrastrado tras una de las monturas. Tenía el aspecto imponente de los bárbaros de las estepas y su cabellera cobriza destacaba alrededor de los sujetos cetrinos que le acosaban con las puntas de las lanzas. Se mantenía erguido y orgulloso a pesar de las marcas del látigo sobre su carne. Sin entender la razón, experimentó cierta afinidad por aquel bravo deménida. Luego sus pensamientos divagaron hasta Annarkos y se preguntó si aún seguía con vida. Algo en su fuero interno le aseguraba que aquel anciano podría ser la clave para desentrañar el misterio de su propia existencia. La idea de perderle se le antojaba de alguna manera aterradora. Esperó en silencio, agazapado como un felino, mientras aquella procesión abandonaba la avenida principal y enfilaba hacia las torres de jade que resplandecían en el costado oriental de la ciudad. Había llegado el momento de regresar por el muchacho y planear lo que haría a continuación.
La Horda Roja había alzado un vivaque en una extensa explanada cerca de las derruidas murallas. Alguna vez aquella tierra estéril y reseca había sido un exuberante jardín de al menos media legua de extensión, pero ahora allí no crecían más que chamizos retorcidos y algunos arbustos espinosos. Sin embargo el riachuelo que discurría de manera paralela a los muros lo convertían en un verdadero vergel, si se comparaba con los edificios polvorientos que se alzaban por doquier. Mientras algunos hombres abrevaban las monturas en el regato, los demás organizaban partidas de exploración hacia el interior de la urbe. Desde una posición cerca de la orilla, y ocultos tras un juncal, Argoth y el muchacho analizaban la situación. Desde allí podían escuchar el murmullo incoherente de los palafreneros y sentir el fuerte sudor de las cabalgaduras que saciaban su sed en el afluente. —Son demasiados —murmuró el chico con un nudo en la garganta y los ojos abiertos como platos. —Tal vez eso sea nuestra mejor ventaja —replicó el hachero sin apartar la vista de la ribera. Efrem se estremeció al escucharle. Aún no comprendía que provecho podrían sacar de ello. Por un momento imaginó que su compañero había perdido la razón. Esperaron sin cruzar otra palabra, mientras el sol abrasador del mediodía les castigaba sin misericordia. Efrem sentía náuseas y la cabeza le daba vueltas sin parar. Aquella penuria se multiplicó cuando sus tripas protestaron por la falta de comida. Desesperado, se volvió hacia Argoth y se sorprendió al advertir la tranquilidad reflejada en aquellos rasgos rocosos. —¿Cuánto tiempo llevamos aquí? —inquirió, tratando de controlar la angustia que le revolvía el estómago. El hachero le miró con aire ausente, mordisqueando una pajilla. —Tal vez tres o cuatro clepsidras —musitó enarcando una ceja. El rapaz suspiró y se pasó la mano por la mata sudorosa. Todo parecía indicar que aquel suplicio continuaría hasta el atardecer. Sin embargo no pensaba protestar. Estaba dispuesto a soportar todo aquello con dignidad. —Hay un poco de salazón en el petate —indicó Argoth al captar el malestar del chico—. Podéis llenar el odre en el arroyo. Los rasgos de Efrem se suavizaron mientras una sensación de alivio le recorría todo el cuerpo. Tomó un trozo de aquella carne salada y lo devoró como si se tratase del manjar de la mesa de un rey. —Hay movimiento —susurró Argoth. Efrem masticó con rapidez y bebió un largo trago de agua fresca antes de acercarse al borde del juncal. De inmediato advirtió el alboroto que surgía en el campamento. Encabezados por un individuo de rasgos huesudos, quien en aquel momento se hallaba ataviado con una curiosa túnica ceremonial ribeteada con hilos dorados y argentos, un grupo de esbirros de la horda arrastraban a un par de de sujetos hacia la ribera. El corazón del muchacho se aceleró al advertir la inconfundible estampa de su mentor avanzando en medio de aquella caterva. —Es Annarkos —balbuceó, presa de la emoción y el temor. Argoth asintió con gesto sombrío, tratando de dilucidar de qué se trataba aquello. Su intuición le advertía que algo malo estaba a punto de ocurrir. Miró al chico y deseó con todas sus fuerzas que no fuese aquel anciano la víctima propiciatoria. —Por los dioses…—continuó Efrem estupefacto, señalando al soberbio guerrero que era arrastrado de una cadena ceñida a su cuello, como un perro rabioso—. Ese es Vorgum. El hachero parpadeó sorprendido. Volvió la vista hacia aquel altivo individuo de mirada fiera. Aún no podía creer que se tratara del esclavista sanguinario que había prometido eliminar. No obstante todas las piezas del rompecabezas empezaban a ocupar su lugar en el gran plano de los acontecimientos. Sin duda aquel sujeto había despertado la ira de los fanáticos de la Horda Roja, convirtiéndose en su enemigo. Aquellos xenitas resultaron ser un rival aún más brutal que los propios tratantes. Todo cobraba sentido en la enfebrecida mente del guerrero. Ahora comprendía que no era otra cosa que una ficha más en aquel curioso juego de poder. Lo único que aún no tenía claro, era el papel que el viejo Annarkos jugaba en esto. Probablemente era portador de un secreto que aquella secta anhelaba a cualquier precio. Sintió un dedo helado resbalando por la nuca al vislumbrar la posibilidad de que el diabólico poder que yacía en aquellas ruinas pudiese ser controlado por aquella banda de idólatras. Ahora lo veía todo con diáfana claridad, como si un velo hubiese sido retirado de sus ojos. Ahora sabía lo que los dioses implacables esperaban del él. Una extraña sensación cabalgó a través de su piel sudorosa al comprenderlo todo. Acarició la empuñadura del hacha y sintió aquel poder devastador envolviendo cada célula de su cuerpo, en medio de una comunión embriagadora. Respiró hondo y pasó los dedos temblorosos por las sienes perladas de transpiración. Al volver la vista descubrió el gesto demudado y gris que ensombrecía a su acompañante. —Una luz surgió del arma —señaló Efrem con un hilo de voz, sus ojos vítreos cargados de horror—. Por un instante me pareció que os fundíais con aquel metal lóbrego. Argoth esgrimió un gesto lobuno que consiguió desconcertar aún más al rapaz. Sentía la vida inextinguible de los dioses insuflando su pecho y dotándole de un poder ajeno a la imperfección humana. —Es complicado —explicó con un brillo despiadado en aquellos ojos de hierro helado—. Ni yo mismo lo entiendo. Efrem trago saliva y asintió. Algo malévolo y milenario palpitaba en aquel acero labrado y no quería tener nada que ver con ello. —Cosas de dioses —musitó con gravedad. El hachero torció el gesto y las cicatrices que le recorrían el rostro se tensaron como cuerdas de acero. —Podría decirse que sí —apostilló en tono agridulce.
Vorgum aspiraba con fuerza el poco aire que conseguía introducir en sus pulmones. La correa que le apretaba la garganta le obligaba a tomar aire con un siseo angustioso que parecía divertir a los captores que tiraban con vigor de aquel yugo de piel y metal. El deménida apretó los dientes y soportó con estoicismo el ardor de la carne despellejada del cuello. Era tal el sufrimiento que superaba las heridas producidas por el látigo, convertidas ahora en un rumor sordo en el fondo de su cerebro. Podía escuchar los jadeos ahogados de Derjam a su lado. Una mezcla de emociones bullía en su pecho mientras era arrastrado como un perro rabioso hasta la orilla del arroyo. El golpe seco de una contera en la base de la columna le hizo caer de rodillas sobre aquel terreno pedregoso. Las aristas se le clavaron dolorosamente en las rotulas pero aguantó el clamor que se ahogaba en su garganta. No les daría a estos bastardos la satisfacción de disfrutar de su agonía. En ese momento cesó la presión en su cuello y un torrente de oxígeno le abrasó los bronquios como una inundación. Aspiró hondo como una criatura que acaba de llegar al mundo, y luego contempló a Derjam a su izquierda. Se estremeció al advertir el rostro deshecho de su lugarteniente. Aquel le contemplaba con espanto desde la rendija en que se había convertido el único ojo que podía abrir. El otro no era más que una masa informe de piel ennegrecida e hinchada. —Derjam… —musitó, pero no tenía palabras para aquel que había permanecido a su lado hasta el final. En ese instante los ojos de víbora de Amuzath se posaron sobre él. Podía leer el desdén y la excitación en aquel rostro huesudo. Sintió deseos de aferrar aquel cuello ceniciento y romperlo como una rama reseca, pero cada músculo de su cuerpo se había convertido en una fuente de agonía. Los labios menudos del xenita esgrimieron una sonrisa cruel al advertir la desesperación de sus rivales. —Haré de vosotros un ejemplo —afirmó con voz gangosa, mesándose el mentón hundido—.Así ningún extranjero se atreverá a pone pie en los dominios del antiguo imperio. El deménida se pasó la lengua por los labios resecos y dibujó un gesto desafiante. El rostro magro del caudillo de la Horda se ensombreció al advertir aquel desaire. Se acercó a la cara del prisionero y le golpeó con su aliento agrio —Borrareis ese gesto de suficiencia cuando veías a la pequeña ardiendo en el altar —apostilló en tono lapidario—. Sus gritos serán un bálsamo para mi alma y un tormento para vuestro corazón. Vorgum tensó la mandíbula y se revolvió como un león acorralado. Tan sólo las correas que amenazaban con asfixiarlo consiguieron someterle. Amuzath se acercó de nuevo y le cruzó el rostro con el bastón de bronce que portaba. El deménida estuvo a punto de perder la conciencia mientras un dolor lacerante le contraía el rostro y la sangre tibia se deslizaba por sus labios. Sin embargo tuvo arrestos suficientes para lanzar un escupitajo sanguinolento a la faz de su torturador. Amuzath gruñó airado y le propinó otros dos bastonazos que le sumergieron en un pozo de dolorosa negrura.
Los gritos de Derjam consiguieron despertarle. Levantar la mirada se convirtió en todo un suplicio mientras su cabeza palpitaba en una agonía despiadada. Al ver el mazo de madera golpear las rodillas de su compañero, comprendió el sombrío destino que le esperaba. Otros dos esbirros de Amuzath arrastraron al miserable a través de la grava y posaron sus brazos sobre una roca plana y gris. El inmenso martillo cayó de nuevo y el crujido de las articulaciones estremeció al deménida. —¡Oh, Panek, señor de los mares y los ríos! —clamó Amuzath, elevando los brazos al cielo—. Permitidnos acceder a la urbe sagrada sin desatar vuestra cólera. —Una máscara demencial deformaba las pálidas facciones del xenita—. Con humildad os ofrecemos este sacrificio que no ha sido mancillado con sangre. —Señaló el cuerpo convulso de Derjam con un gesto teatral, y dos de sus secuaces lo arrojaron a las aguas del arroyo. Vorgum seguía aquella escena con el semblante demudado. Poco a poco el cuerpo quebrado de aquel miserable fue perdiendo la batalla en contra de las ávidas aguas que pretendían devorarle. Incapaz de nadar a causa de las fracturas y la roca atada al cuello, desapareció en medio de un silencio que al deménida se le antojo aterrador. En ese momento y sin saber por qué, la mirada del esclavista se desvió hacia el rincón donde yacía el misterioso anciano que todos llamaban el profeta. Los ojos de aquel sujeto irradiaban una calma inexplicable que consiguió traerle algo de sosiego a su alma atormentada. —Vuestro amigo ha sido afortunado —escupió Amuzath alejándole de la vista del viejo—. A vos y a esa condenada rapaz les esperaba un destino más funesto a manos de los dioses de la guerra. Vorgum apenas podía asimilar la hiel que brotaba de aquel despreciable individuo. Aún flotaba en la extraña paz que le revivificaba los músculos y atenuaba el dolor de sus heridas. Buscó a Annarkos con la mirada, pero los soldados ya le acarreaban de vuelta al campamento. Mientras tanto, a pocos pasos de allí, el portador del hacha rumiaba lo que haría a continuación.
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